La leyenda del lipizano
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Marco y Antonio, dos hermanos, dos niños obligados a crecer degolpe al haber quedado solos en la vida vivirán una historia de amor y sacrificio, donde el valor y la más pura lealtad darán origen a una mágica y conmovedora leyenda que será, simplemente... inolvidable.
¡De las cenizas de la guerra nacerá una leyenda!
La lipizana, una de las más bellas y finas razas de caballos que existe en el mundo... Sus ejemplares son los favoritos de las principales escuelas ecuestres del planeta.
Son animales muy ágiles, dotados de movimientos gráciles, mucha inteligencia y agudos sentidos.
Desarrollan, con sus jinetes, fuertes lazos que solo pueden equipararse con el de los hermanos entre sí.
Estos caballos tienen, además, una particularidad que los hace únicos: nacen con su pelaje de color negro o muy oscuro y al crecer, se les vuelve blanco, el por que ocurre este cambio es todo un misterio.
He aquí un relato que se remonta a antes del principio y cuenta cual fue el origen de todo lo que hace a estos caballos tan especiales.
Toda raza tiene una historia y las mejores merecen su leyenda...
(toca cada parte y disfrútala)
Durante el siglo XVI, época en la que las tierras eslovenas se encontraban bajo el dominio de la monarquía austríaca de los Habsburgo, el Archiduque Carlos II de Austria fundó las primeras caballerizas donde se desarrollaría una raza de caballos sublime.
Lo hizo en el año 1580, en la tierra del Carso, en Lipica, Eslovenia.
A estos caballos, al comienzo se los bautizó como «caballos de raza cársica de cría lipizana» y fue hace doscientos años cuando se les cambió el nombre por el que conocemos hoy en día, simplemente, como «lipizanos» en honor al pueblo de Lipica, de donde han sido oriundos.
Las cuadras de la región de Lipica, cuentan, actualmente, con cerca de medio millar de ejemplares y los mejores son adiestrados al más alto nivel, acorde a lo requerido por las principales escuelas de equitación, las cuales consideran al lipizano, junto con el caballo español y el frisón holandés, como los más dotados del mundo.
La raza lipizana fue el resultado de la cruza entre el caballo andaluz y una autóctona de la región, conocida desde tiempos de los romanos.
Mundialmente es admirado por el blanco de su pelaje, su belleza física, su inteligencia y sus movimientos armónicos.
El lipizano cuenta, también, con una característica por demás pintoresca y única: los potros nacen negros o de un color castaño oscuro y a medida que crecen, se van decolorando hasta volverse casi o totalmente blancos.
El caballo lipizano muestra un carácter bondadoso y alegre. Requiere de una buena dosis de atención y se suele encariñar con su jinete o entrenador.
Cuando se establece una amistad fuerte con algún ejemplar, este es capaz de hacer prácticamente todo lo que se le pida, pero, si se le descuida e ignora, puede volverse bastante indomable; su inteligencia emocional se encuentra muy desarrollada.
Tradicionalmente se lo ha distinguido como un caballo para el entrenamiento en equitación clásica.
Sus principales características, como son: su paso resuelto y armónico, su longevidad, su capacidad de aprender y su conductibilidad excepcional, lo convierten en el favorito de las escuelas de adiestramiento de alto nivel por sobre otras razas.
Esta maravillosa estirpe de caballos, me fascinó desde mi temprana infancia, cuando la conocí y no solo fue por la belleza en su aspecto y sus movimientos llamativos y perfectos, sino, principalmente, por su tan peculiar cambio de color de pelaje al crecer.
Como escritor, siempre pensé que merecía tener una leyenda que resaltara sus características principales, es por ello que escribí esa leyenda, la cual incorporé en el primer libro de mi saga de novelas Recuérdame y en la que me he basado para realizar este cuento en el cual la desarrollo a pleno, contándola con gran detalle, como se merece esta historia.
Deposito en ella toda mi admiración por tan noble y bella raza equina, una de las más hermosas del mundo entero... la raza lipizana.
M. F. Masvil
Cenizas del ayer
La gran guerra había terminado y las, ahora, frías bayonetas habían quedado desperdigadas por el campo de batalla junto a los fusiles donde habían sido caladas... Los cañones se habían silenciado; el rugido de sus disparos, que hasta hace pocos meses resonaban día y noche, ya no se escuchaba por ningún lado.
El terreno había quedado cubierto de trincheras, auténticas cicatrices que lo marcarían por largo tiempo.
El olor a pólvora que había inundado el aire daba lugar, nuevamente, a la fragancia de las flores primaverales que, como todos los años, comenzaban a abrir.
La cenizas de la guerra ya estaban frías... pero aún se encontraban por todos lados.
Ahora, la tranquilidad posterior al conflicto bélico era la protagonista, mientras que el dolor de los supervivientes buscaba la imposible manera de desaparecer de sus corazones.
La victoria era pírrica y no importaba en absoluto para quienes habían perdido a sus seres amados.
Las guerras las deciden los políticos, las libran los militares y las sufren los civiles, así ha sido siempre a lo largo de toda la historia... y así siempre lo será.
El conflicto armado había cubierto con su oscuro manto de muerte y dolor todo lo que hoy conocemos como el noreste de Italia, pero que, en aquel entonces, pertenecía al Imperio austrohúngaro, al oeste de la región que hoy ocupa Eslovenia.
En un pueblo rural, en las afueras de una ciudad cercana a Trieste, vivían un par de jóvenes hermanos. El más grande, Antonio, tenía diecinueve años y el menor, Marco, tenía solo ocho.
Ambos eran huérfanos, habían perdido a su padre en una de las crueles primeras batallas que se habían librado en la zona. Meses después, a su madre se la había llevado una dura enfermedad contra la que los médicos de la época nada pudieron hacer... vivían juntos y sin más familiares, lo único que tenían eran el uno al otro.
Su hogar y único medio de subsistencia, era la granja de sus padres. Ahora ellos solos se tenían que encargar de todas las tareas que demandaba.
Era de mañana y Antonio se encontraba trabajando sobre el techo de la casa. Estaba con un martillo clavando unas maderas en un intento de tapar las goteras antes de que llegara la tormenta que se aproximaba en el horizonte.
—¡Mira, hermano! Hoy encontré seis huevos en los nidos —le dijo Marco, que volvía de revisar los nidos de las gallinas en busca de la comida del día.
—Excelente Marco. Con eso y las verduras que compramos ayer vamos a tener para comer unos cuantos días —le respondió Antonio desde lo alto, pero en ese momento notó que el saco de su hermano menor estaba con sus codos raídos y en parte rotos.
Marco, toma dos de los huevos y ve con la costurera. Dile que le ponga unos parches a los codos de tu saco y entrégale los huevos como pago.
—No hace falta, hermano. Por mí está bien así, prefiero que guardemos la comida.
—Haz lo que te digo, Marco. Si Mamá estuviera aquí ella misma te lo arreglaría para que Papá no te viera así.
A regañadientes, Marco accedió a lo que su hermano mayor le había ordenado y sin perder tiempo, fue a ver a la vecina más cercana que tenían: doña Beatrice.
En pocos minutos, Marco llegó a la casa de la costurera y llamó a la puerta.
—¡Adelante, está abierto! —le respondió Beatrice mientras revolvía una olla en la que estaba preparando su almuerzo.
—Hola, doña Beatrice.
—Marco, que gusto verte.¿Cómo estás?
—Bien, gracias. Me mandó mi hermano para pedirle que me arregle esto —le respondió el pequeño mostrándole los agujeros de su ropa—. Aquí tiene unos huevos frescos como pago.
—¿A ver eso? —le dijo Beatrice mientras se acercaba y agachada, examinaba el saco del niño—. La tela está muy gastada, Marco. Puedo ponerle unos parches, pero se romperá nuevamente en poco tiempo.¿Lo usas muy seguido?
—Es el único que tengo...
En ese momento, la costurera miró una foto sobre la repisa del comedor, era una foto en blanco y negro de su único hijo. En ella, se veía a un apuesto joven de veintiún años de edad, vestido con un prolijo uniforme de soldado y un fusil al hombro... era la última foto que Beatrice tenía de él, se la había tomado el día en que partió hacia el frente de batalla... del cual nunca volvió.
—Deja los huevos sobre la mesa y espérame aquí —le dijo a Marco, mientras ella se dirigía a su habitación a buscar algo...
Unos instantes después, Beatrice volvió con un pequeño saco, casi nuevo.
—Toma, Marco. Este saco fue de mi hijo cuando tenía tu edad. Pruébatelo —agregó mientras Marco se lo ponía, expectante.
—¡Me queda perfecto! —dijo el pequeño.
Beatrice retrocedió un par de pasos y se mocionó hasta las lágrimas al ver a Marco vestir la ropa de su amado hijo, entonces fue a su habitación nuevamente y trajo algo más para el pequeño.
—Toma, es un regalo —le dijo llorando, mientras le colocaba una boina que hacía juego con el saco.
—¡Gracias, doña Beatrice! Voy a ir a mostrárselo a Antonio.
—De nada, Marco —le respondió la mujer mientras se secaba las lágrimas de su rostro con su delantal— y dile a tu hermano que, cuando quieran, pueden venir a comer conmigo, extraño mucho las charlas a la hora de la comida.
—¡Lo haré! —gritó Marco, mientras se alejaba.
Beatrice lo veía correr y se imaginaba que era su hijo el que estaba corriendo, ese triste consuelo era lo único a lo que podía aspirar ya...
Minutos después, Marcó llegó a su casa, exultante:
—¡Mira lo que me regaló doña Beatrice! —le dijo a su hermano mostrándole su saco nuevo y su boina.
Antonio se dio cuenta de inmediato lo que la mujer había hecho y sonrió conmovido.
—¿Cómo está ella? —le preguntó.
—Bien, aunque lloraba mucho por la cebolla de la comida —dijo el niño sin advertir el verdadero motivo—... también me pidió que te dijera que podemos ir a comer con ella cuando queramos. ¡Ya no pasaremos hambre!
—Doña Beatrice es muy amable, pero no creo que vayamos a hacer eso muy seguido.
—¿Por qué no? Ella cocina muy bien.
—Marco, la comida no nos sobra a ninguno, tampoco a doña Beatrice... De todos modos iremos a visitarla más seguido.
Al día siguiente, como todas las mañanas, Antonio se había levantado antes que Marco, que aún dormía y aprovechó para ir a una mina cercana a la que le tenía terminantemente prohibido ir a su hermano menor.
Faltando poco para llegar, se ató un pañuelo en su rostro cubriendo bien su boca y nariz, sabía que esa zona había sido regada por los letales gases venenosos que se usaron como arma en los enfrentamientos.
El escenario era horrible y desolador. Los cuerpos de los soldados muertos allí aún se encontraban tirados, nadie se había atrevido a ir a buscarlos para darles una santa sepultura y los animales ni se acercaban a la zona.
Antonio tomó varias mochilas de los cuerpos y salió de la zona lo más rápido que pudo... sabía que, a pesar del tiempo transcurrido, ni la lluvia ni el viento habían librado a la zona de las toxinas.
Una vez seguro de estar en un lugar limpio, se quitó el pañuelo de su rostro y en la margen de un arroyo, comenzó a buscar alimentos entre los pertrechos que había tomado.
Tuvo suerte, encontró unas latas de comida que, de estar en condiciones le servirían a él y a su hermano para subsistir bastantes semanas.
Lavó los envases muy bien, sin embargo no quería arriesgar a Marco con esa comida que llevaba meses allí, así que optó por probarla él primero, tomó entonces un cuchillo y abrió una de las latas, comiendo unos bocados:
«Está rica... sabe bastante bien» pensó, alegrándose y así volvió a la casa.
Al día siguiente, el cielo ya se estaba nublando y Antonio decidió aprovechar el fresco aire matutino para cortar leña; pero, para su sorpresa no pudo cortar la cantidad de troncos que esperaba, esa mañana se sentía algo débil, pensó que era porque no había descansado bien durante la noche anterior... sin embargo estaba muy equivocado.
Esa noche ambos hermanos cenaban como de costumbre pero Marco notó algo raro:
—¿Por qué no comes, hermano? ¿Otra vez tenemos poca comida y la estás reservando para mí?
—No, Marco... simplemente no tengo apetito —le contestó Antonio, que se sentía aún peor que en la mañana.
—¿Podemos ir mañana a visitar a doña Beatrice?
—Sí, por supuesto, Marco...
Al día siguiente, cuando despertó, Antonio sentía todo su cuerpo dolorido, tuvo que hacer un esfuerzo mucho mayor que el de costumbre para levantarse y empezó a sospechar que algo no estaba bien con él.
Sin saberlo aún, su enfermedad empeoraba... y con rapidez.
A media mañana, ambos hermanos fueron a la casa de Beatrice, que los recibió muy contenta por tener algo de compañía ese día:
—¡Que alegría verlos! —les dijo la costurera.
—A nosotros también no alegra el venir a visitarla, Beatrice —le contestó Antonio.
—No me gusta esta soledad. Quedó tan poca gente en el pueblo luego de la guerra —se lamentó la mujer.
—Lo sé, nosotros quedamos tan solos como usted —comentó Antonio y en ese momento se puso a toser de una manera muy fuerte y anormal...
—¿Te sientes bien, Antonio? Te veo algo pálido —le preguntó Beatrice, preocupada. Ella había sido enfermera y conocía los síntomas que provocaban los gases venenosos en las personas.
—Sí, estoy bien, no es nada... solo necesito un poco de agua —le respondió Antonio y Beatrice se la trajo de inmediato.
Poco después, los hermanos se retiraron.
Los días pasaron y Antonio fue empeorando, su tos en lugar de desaparecer, empeoró mucho.
—¿Por qué no vas a ver a un médico, hermano? —le preguntó Marco en la cena.
—Porque el médico más cercano está muy lejos de aquí, en el pueblo tras las colinas... y además no lo necesito, Marco.
—Es solo un día de viaje —le remarcó el pequeño, angustiado.
—¡A caballo! Un día de viaje a caballo, Marco y no tenemos ningún caballo. Caminando son varios días —le rebatió su hermano, irritado.
—Tu no te irás, ¿verdad, Antonio? A Papá se lo llevó la guerra y a Mamá esa enfermedad. ¿Sabes que no puedo perderte? No quiero vivir así... solo.
—Mamá perdió sus deseos de vivir cuando supimos de la muerte de Papá. A ella se la llevó aquella enfermedad, pero en realidad murió de tristeza... yo te juro que lucharé y nunca te dejaré solo.
La mañana siguiente fue la primera vez en que Marco despertó a Antonio:
—¡Hermano, despierta! Te quedaste dormido —le dijo mientras lo sacudía del hombro.
Antonio se despertó, estaba pálido, ojeroso y bañado en sudor, su cuerpo le dolía como nunca antes.
Al ir al baño comenzó a toser y ahí se dio cuenta de lo grave de su estado... el lavatorio había quedado cubierto con la sangre que expectoró, algo muy malo le estaba pasando.
Rápidamente lo lavó todo sin decirle ni una palabra al pequeño hermano, para no preocuparlo.
—Iremos a ver a Genaro, el herrero. Creo que él nos podrá alquilar alguno de sus caballos —le dijo a Marco mientras le preparaba su desayuno.
Más tarde los dos fueron a la herrería...
—Hola muchachos. ¿Cómo están? —les preguntó el herrero— Veo que tú no muy bien, Antonio. Deberías descansar.
—Es por eso que vinimos, Genaro. Quiero que nos alquiles uno de tus caballos para ir hasta el pueblo a ver a un médico.
—Lo siento, Antonio... pero no tengo ninguno ya. Cuando comenzó la guerra el ejército vino y se los llevó a todos —dijo el hombre, lamentándose.
—¿Sabe de alguien que tenga uno por esta zona? —le preguntó Antonio.
—Eso va a ser muy difícil, la mayoría de los caballos han muerto en los enfrentamientos. Hace muchos meses ya que no coloco una herradura...
—Voy a tener que caminar, entonces —reflexionó el joven, preocupado.
—Tal vez te convenga esperar a que pase la tormenta que se avecina, parece que esta va a ser grande —le recomendó Genaro, pero Antonio no tenía tanto tiempo...
Los hermanos se retiraron cabizbajos. La situación se estaba complicando mucho para ambos y a esta altura, se comenzaba a tornar peligrosa.
La noche del adiós
Esa noche, Antonio comenzó a preparar una bolsa de tela fuerte, con algunas cosas para el viaje que planeaba hacer hasta el pueblo. Tomó un reloj de bolsillo, labrado, de plata pura, que había pertenecido a su padre y lo guardó para pagarle al médico con él; luego agarró un pan, para comer durante la travesía y finalmente, se puso a llenar una cantimplora con agua...
—¿Mañana vamos a ir a ver al médico? —le preguntó Marco.
—No, mañana yo iré a verlo. Tú te quedarás con doña Beatrice.
—¡No! Yo quiero ir contigo, hermano.
—No sé cuanto tiempo tardaré en ir y volver... y no quiero que te quedes solo en la casa, si pasa algo estarías solo.
El pequeño se puso a llorar, tenía miedo y presentía lo peor, entonces, entre lágrimas y sollozos, le dijo a su hermano:
—De haber sabido que cuando Papá se fue sería la última vez que lo verías, ¿no hubieras ido con él?
Antonio no supo que responderle... sin embargo esas palabras le llegaron a lo más profundo de su alma y luego de pensarlo por un instante tomó una nueva decisión:
—De acuerdo, Marco... iremos juntos —le dijo y comenzó a llenar otra cantimplora para el niño.
—Quiero que me prometas que nada nos separará, jamás —le rogó su pequeño hermano secando sus lágrimas.
—Prometido —le contestó Antonio con una forzada sonrisa.
Al día siguiente, a primera hora, partieron...
El viento se comenzaba a levantar como preludio de la tormenta que golpearía esa noche.
Caminaron hasta internarse en un bosque cercano, atravesarlo era el camino más corto...
—Siempre me dijiste que evitara el bosque, hermano —le dijo el pequeño, atemorizado por las historias que siempre le habían contado acerca del lugar.
—Sí, lo sé, pero eso no cuenta ahora que te acompaño, yo te protegeré de cualquier peligro.
A medida que avanzaban, también lo hizo el día. El cuadro del hermano mayor fue empeorando y a pesar de que lo intentó con todas sus fuerzas, su marcha se hizo lenta y la noche los sorprendió en medio de la espesura de la foresta...
—Paremos un segundo para descansar, Marco —le dijo su hermano agitado mientras dejaba la bolsa con pertrechos en el suelo junto con su saco y se sentaba sobre el tronco seco de un árbol caído.
A poco de sentarse, el pequeño notó que algo no estaba bien con su hermano. Su postura no era normal, su cabeza estaba gacha, demasiado caída hacia el frente y permanecía, extrañamente, muy callado.
—Hermano... hermano, ¿te encuentras bien? Dime algo —susurró el niño, titubeando con temor, pero su hermano no le contestó.
Entonces el pequeño lo sacudió del hombro para que reaccionara y el cuerpo de Antonio cayó desplomado al suelo.
Con horror, Marco comenzó a zamarrearlo desesperado, sin embargo Antonio no despertaba, su fiebre era altísima y no recobraría la conciencia tan fácilmente...
El niño tomó a su caído hermano por los tiradores de su pantalón y trató de arrastrarlo... pero no pudo ni moverlo, sus fuerzas aún no eran suficientes.
Sin poder hacer nada más y sintiéndose perdido en medio del denso bosque, se puso a llorar con una tristeza desgarradora...
Cerca de la medianoche comenzó a llover, era el anticipo de lo que sería una de las peores tormentas que habían azotado a la región.
El niño se sentó en el suelo, con su cabeza apoyada en sus rodillas y abrazando sus piernas. Quedó así, al lado de su hermano, esperando a que despertara; un despertar que, seguramente, jamás llegaría...
La escena era una de las mas tristes que ese bosque había presenciado y en ese instante, desde el corazón de la foresta se hizo presente el espíritu del bosque.
Materializado como una brillante luz azulina con la forma de un hombre de aspecto mayor, con una larga barba blanca, al igual que sus cabellos; un báculo en su mano y una capucha cubriendo su cabeza; que recordaba a los antiguos sacerdotes druidas, apareció ante el niño, que levantó su mirada ante el resplandor y lo miró boquiabierto:
—¿Quién eres? —le preguntó con asombro e inocencia.
—Soy el espíritu del bosque. —le contestó el anciano con una voz grave y profunda.
—Mi hermano está dormido y no puedo despertarlo.
—Pequeño, tu hermano no está, simplemente, dormido y si no recibe ayuda pronto, no despertará... él no verá otro amanecer.
—El médico más cercano está en el pueblo tras las colinas y yo no tengo fuerzas suficientes para arrastrarlo. Tampoco sé como orientarme de noche y mucho menos con esta tormenta —dijo Marco entre sollozos.
Para el espíritu del bosque estaba claro que la muerte vendría esa noche a reclamar la vida del hermano mayor y que el hermano menor lo sufriría de una manera indescriptible... Si nadie intervenía, la separación entre ambos sería inevitable.
—Pequeño, yo puedo darte la fuerza suficiente para cargar fácilmente con el peso de tu hermano y dotarte del instinto y la orientación para guiarte en la naturaleza sin problemas, pero a cambio tendrás que hacer un gran sacrificio de tu parte... y algunas cosas cambiarán para siempre.
—Haré lo que sea. ¡Pídeme lo que quieras! Siempre que pueda salvar a mi hermano y que ambos permanezcamos juntos, como siempre hemos querido, yo estaré feliz.
El espíritu del bosque se conmovió por el convencimiento de la pequeña criatura que, delante de él, demostraba un valor ante lo desconocido pocas veces visto...
—Eres muy valiente, Pequeño. Que así sea entonces... y ¡prepárate! Porque una vez que mi magia actúe ya no habrá vuelta atrás —dijo el anciano espíritu apuntando su báculo hacia el niño. De inmediato, una miríada de pequeños destellos de luz, brillantes como estrellas, salieron de él, rodeando a Marco completamente.
Su aspecto físico comenzó a cambiar de forma y en segundos, se convirtió en un hermoso corcel, negro como la noche e inteligente como pocos...
Su poderoso cuerpo equino era elegante en su postura, ostentando un cuello, esbelto y musculoso, con una espalda larga, pero resistente y una grupa recta, de donde nacían sus poderosas patas traseras, dotadas de articulaciones bien formadas y pezuñas perfectas, listas para enfrentar al terreno más agreste.
Luego, con un movimiento de su mano, el espíritu del bosque elevó en el aire el cuerpo de Antonio y lo depositó suavemente sobre el lomo del brioso caballo.
Para finalizar, le pidió a las enredaderas del suelo que asieran firmemente a ambos hermanos entre sí para que no se separaran hasta llegar al pueblo.
—Ahora, Pequeño, todo depende solo de ti... corre y recuerda que tu hermano tiene que recibir ayuda antes del amanecer o lo perderás para siempre.
Marco, convertido ahora en un joven y poderoso caballo, comenzó a cabalgar en medio de la tormenta, que se desataba furiosa en ese momento...
El trayecto que le esperaba no era nada sencillo: tuvo que atravesar por ríos caudalosos y escalar laderas resbalosas, con duras piedras que lastimaban sus cascos y principalmente, una tormenta que parecía ensañarse con él, tomando su acto como un flagrante desafío a su poder, lanzando rayos que partían en dos al velo nocturno, junto con fieros truenos que hacían vibrar la tierra; pero, guiado por su instinto, cabalgó durante toda la noche y fue directo hasta el pueblo sin perderse ni desviarse en ningún momento.
Sobre el final de su agotadora carrera, la tormenta se dio por vencida ante el tenaz caballo y cansada, se disipó...
Marco, llegó durante el crepúsculo matutino, justo antes de que despuntara el sol.
En cuanto los vieron, las personas del pueblo se acercaron y en ese instante las enredaderas, que sujetaron a ambos hermanos durante toda la noche, por fin pudieron descansar, soltándose por sí solas y cayendo al suelo.
—Este joven está muy mal, llevémoslo con el médico —le dijo un hombre a su compañero. Entre ambos y con la ayuda de otros más, que se sumaron, cargaron al cuerpo de Antonio hasta la clínica, donde llegaron en contados minutos...
—Tiene síntomas de envenenamiento por gas —dijo el médico que lo atendió de emergencia aplicándole el antídoto correspondiente, atemperando así los síntomas—. Prepárele una cama, vamos a tenerlo internado por varios días en recuperación, hasta que despierte —le dijo a una enfermera.
El corcel negro estaba exhausto y se quedó aguardando toda la noche frente a la clínica, sin moverse de allí ni alejarse para nada.
Transcurrido un día entero, el ver la devoción del fiel animal para con su jinete conmovió a todos los ciudadanos, sin excepción.
Le colocaron unas riendas e intentaron llevarlo a un establo para que estuviera más cuidado, pero fue imposible hacerlo salir de ese lugar en el que esperaba día y noche; entonces, los lugareños comenzaron a acercarle agua y comida para que no se debilitara.
Y así continuó por varios días más, esperando pacientemente...
El nacimiento de una raza
Los días transcurrieron y el tratamiento médico fue exitoso. Antonio se fue recuperando. Él también desde algún lado, luchaba con todas sus fuerzas para volver con su querido hermano, hasta que una mañana abrió nuevamente sus ojos.
Con su visión poco clara, no sabía ni donde estaba...
—Por favor, dígame donde estoy, Señorita —le pidió a una enfermera de la cual solo distinguió su borrosa figura.
—Tranquilo, estás a salvo. Te encuentras internado en una clínica desde hace una semana.
—¿Una semana?, Marco... ¿Dónde está mi hermano? ¡Marco, Marco! —comenzó a gritar, exasperándose.
—¡Cálmate, por favor! —le conminó el médico al escucharlo—. Cuando llegaste aquí estabas solo.
—No puede ser, yo estaba con mi hermano menor, se llama Marco.
—Lo lamento, pero no había nadie contigo, solo llegaste atado con unas lianas a un caballo —le dijo la enfermera.
—¿Un caballo? ¿Cuál caballo? —preguntó él, desconcertado.
—¿Ves a ese hermoso caballo negro? ¿No es tuyo acaso? —le señaló la mujer corriendo la cortina de una ventana que estaba en la habitación.
—Tengo que ir por mi hermano —balbuceó Antonio, mientras se levantaba de la cama.
—Ni se te ocurra. Apenas acabas de despertar —le dijo el galeno.
—Usted no entiende, Doctor. Mi hermano tiene solo ocho años y lo perdí en el bosque. ¡Tengo que encontrarlo! —dijo mientras se cambiaba de ropa y sin más demora, aunque extrañado por la presencia del misterioso corcel, Antonio, que sabía cabalgar muy bien, lo montó y fue al bosque, dirigiéndose justo al último lugar donde había estado con Marco.
Reconoció el lugar exacto porque allí aún estaban sus pertrechos y su saco.
Intentó entonces buscar algún rastro, pero la tormenta de aquella noche había limpiado todas las huellas.
—¡Marco, Marco! ¿Dónde estas, hermano? —comenzó a gritar desesperado buscándolo sin descanso...
Al final, abatido, se sentó en el mismo tronco donde lo había hecho con anterioridad... y apoyando sus codos en sus rodillas, se puso a llorar amargamente por haber perdido a su pequeño y querido hermano.
Una vez más el espíritu del bosque, que veía todo lo que ocurría allí dentro, se hizo presente, dejando oír su potente voz nuevamente:
—¿Por qué lloras con tanto dolor? —le preguntó.
Antonio miró para todos lados, pero no vio a nadie, solo al corcel negro que lo miraba a pocos metros suyo.
—He perdido a mi hermano, fue hace una semana —dijo mientras buscaba el origen de la misteriosa voz.
—Tu hermano se encuentra justo aquí. ¿Qué no lo ves acaso?
—¿Dónde tengo que mirar? Solo veo a este caballo negro, mi hermano es un niño pequeño.
—Mi magia convirtió a tu hermano en este hermoso corcel.
—¿Marco? —le preguntó Antonio al caballo mirándolo a los ojos y ahí comprendió que su hermano ya no entendería, como antes, la lengua de los hombres, pero con su mirada hablaría en el más puro lenguaje: el que solo los sentimientos pueden expresar...
—Pero ¿por qué lo hiciste? —le preguntó Antonio al espíritu del bosque, sin poder entenderlo todo aún.
—Fue la única ayuda que pude darle para que él pudiera salvarte del sueño eterno, aquella noche de la gran tormenta...
—Vuélvelo a ser como era entonces, te lo imploro.
—Lo lamento, pero eso es imposible. El pequeño lo sabía y aceptó que usara mi poder en él para salvarte y así poder permanecer junto a ti.
Trata a este valiente caballo con todo el amor que le darías a tu hermano porque es él, en espíritu...
Y con respecto a ti —le dijo al caballo negro—, el reconocimiento por tu sacrificio lo dejaré plasmado en todo tu cuerpo y así será con tu descendencia por los tiempos de los tiempos.
Entonces, una vez más, el espíritu del bosque usó su magia, esta vez para cambiar el color del pelaje del corcel, del negro azabache que había sido hasta ese momento, a un blanco brillante, como la nieve más pura... para que, todos, siempre recordasen la historia del caballo que diera origen a la raza lipizana.
Y fue así que los caballos lipizanos, descendientes de aquel valiente corcel, siguen cambiando el color de su pelaje al crecer y son de los más amistosos, inteligentes y fieles caballos del mundo.
FIN
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